No conocemos personalmente a Susana, pero desde el Pequegrupo nos pusimos en contacto con ella con la idea de colaborar con un proyecto que, diariamente, entrega menús a miles de personas que, en Madrid, tienen dificultades para comprar alimentos. Cada domingo, lo chicos preparan alrededor de cien menús que acercamos a Carabanchel. Allí se forma todos los días una cola compuesta por rumanos, gitanos, marroquíes, señoras mayores de aspecto local, y gente sin ninguna característica en particular, todos unidos por la pobreza, como nos informó uno de los padres encargado de acercar los menús. No sabemos quién es Susana. Tampoco sabemos quién va a comer la ensalada de pasta y los filetes empanados que los chicos elaboran. Sí sabemos que nuestra aportación es poca cosa y no soluciona el problema, pero es una manera de hacer ver a nuestros hijos que, en esta sociedad de apariencia y opulencia, hay familias que hacen cola para poder acceder a un plato de comida y no podemos mirar para otro lado.

Narra el libro de los Reyes que, en época de Eliseo, el rey de Israel se rasgó las vestiduras pues, andando por los muros de la ciudad, se topó con una mujer que, tal era la hambruna causada por el sitio de Samaría, había matado a su propio hijo y había repartido su cuerpo con una vecina para poder comer (1). La tragedia en la historia de la humanidad parece tener tendencia cíclica y querencia a no abandonarnos. El Señor habló a Eliseo y el asedio y el hambre cesaron.
La crisis del coronavirus ha evidenciado que la cantidad de personas que vive al borde de la pobreza en nuestro país es mucha. Estamos acostumbrados a que la tragedia nos visite, pero no tan de cerca. Sabemos de las guerras lejanas, de la situación de los refugiados, de los miles de inmigrantes que arriesgan su vida por llegar a Europa, de las terribles cifras anuales de Cáritas, de las condiciones de insalubridad, hambre y esclavitud de millones de personas en países de otros continentes, de la dramática situación de sometimiento en la que se encuentran millones de mujeres y de niños. Pero esta vez la muerte y el hambre han llamado a nuestra puerta y la realidad se nos presenta caprichosamente cruel, como si de un cuadro de Brueghel se tratara. Podemos pensar que con colaborar vale, pero quizá debamos cuestionarnos sobre las implicaciones que esta situación nos reclama y, como cristianos herederos del mandamiento del amor, no dejar pasar la oportunidad de compadecernos con el dolor del hermano, pues si la mies es abundante, pero los trabajadores son pocos, hemos de rogar al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies (2) Así como hemos querido hacer conscientes a los niños del Pequegrupo de la dramática situación de miles de familias de nuestra ciudad y les hemos invitado a poner su granito de arena, así estamos llamados, todos, a tomar conciencia de la realidad que nos rodea, remangarnos y ponernos manos a la obra.

El rey de Israel pasaba por la muralla cuando una mujer le gritó. (2R 6,24)
Como al rey de Israel, la inesperada sorpresa nos sobrecoge cuando pasamos por los muros de la ciudad, cuando nos alejamos del palacio, de nuestra cotidiana y acomodada existencia y nos topamos con el dolor de los que viven al límite, en la frontera, en la frontera social, cultural, geográfica y económica, en la que viven los que se mantienen unidos al bienestar de esta sociedad centrifugadora por un fino hilo. Dios nos llama a pasear por la muralla, por los extrarradios. No vamos a encontrar al hermano que sufre y nos reclama en las sobresaturadas terrazas de los bares de nuestro barrio.

El rey le preguntó: “¿Qué te aflige?”. (2R 6,28)
De nada hubiera servido el paseo del rey si este no hubiera posado su mirada en aquella mujer, si no se hubiera parado a escucharla, si no se hubiera dejado conmover y si no hubiera reclamado iracundo una solución. La Sagrada Escritura nos advierte del peligro de permanecer sordos a la llamada urgente del hermano: el profeta Ageo recuerda mi casa es una ruina, mientras que cada uno de vosotros disfruta de su propia casa (3), y el rico epulón lloró amargamente su falta de compasión para con el pobre Lázaro (4). Estamos llamados a practicar la mirada misericordiosa y compasiva que Jesús practicó con leprosos, ciegos, hambrientos y pecadores.

Eliseo repuso: “Escucha la palabra de el Señor”. (2R 7,1)
¿De dónde sacaremos la fortaleza para alimentar la esperanza de los que viven desesperanzados? ¿Qué podemos hacer en este paisaje sórdido sino confiar en la voluntad del Padre? Él nos hizo su Pueblo con ánimo de arrancarnos el corazón de piedra e infundirnos su espíritu (5), pues somos las manos que Dios tiene para dar de comer al hambriento.

Aún no conocemos a Susana, y no sabemos quién va a comer la ensalada de pasta y los filetes empanados que los chicos elaboran. Nos falta esperanza para vivir convencidos de que, realmente, los pobres son los bienaventurados de la Tierra, nos falta misericordia para entregar la vida por nuestros hermanos. Pero nos conmovimos cuando alguien nos dijo que todos los días se repartían en Madrid miles de menús a familias que no alcanzaban a comprar comida y Dios volvió a recordarnos que nuestra vocación cristiana se vivifica en la mirada de los que todos los días acuden a las colas del hambre para reclamar lo que por dignidad les pertenece.

Raúl Molina


Notas al pié de página:
1 2R 6, 24
2 Mt 9, 37
3 Ag 1,9
4 Lc 16, 19-31
5 Ez 36, 25-27

 

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