Alguien ha comentado que a la nueva generación se llama no ya “millenials”,  sino “pandemials”. Asustados, sin relaciones sociales, sin expectativas laborales, sufren en una sociedad azotada por una epidemia de desesperanza.

Recientemente, el papa Francisco ha publicado su última encíclica,  Fratelli Tutti. Lúcido como siempre, escribe: “La mejor manera de dominar y de avanzar sin límites es sembrar la desesperanza y suscitar la desconfianza constante, aun disfrazada detrás de la defensa de algunos valores. Hoy en muchos países se utiliza el mecanismo político de exasperar, exacerbar y polarizar” (FT 15). Y nos advierte: “el aislamiento y la cerrazón en uno mismo o en los propios intereses jamás son el camino para devolver esperanza y obrar una renovación, sino que es la cercanía, la cultura del encuentro” (FT 30). Pero también nos recuerda que “Dios sigue derramando en la humanidad semillas de bien” (FT 54). Y, al mismo tiempo, constata que la pandemia nos ha permitido “reconocer cómo nuestras vidas están tejidas y sostenidas por personas comunes que, sin lugar a dudas, escribieron los acontecimientos decisivos de nuestra historia compartida: médicos, enfermeros y enfermeras, farmacéuticos, empleados de los supermercados, personal de limpieza, cuidadores, transportistas, hombres y mujeres que trabajan para proporcionar servicios esenciales y seguridad, voluntarios, sacerdotes, religiosas… comprendieron que nadie se salva solo” (FT 54).

Adviento de 2020. Época de ponernos a la espera: esperamos que algo bueno y definitivo vendrá a nuestra vida. Pero no es sólo esperar, es vivir con esperanza. ¿Es posible vivir la esperanza en nuestras vidas? ¿Cómo la vivimos?

A lo largo de la historia, se atribuye a diversos autores distintas definiciones de esperanza: “el sueño de un hombre despierto», de Aristóteles; «la virtud de los débiles», para Nietzsche; o, como la ve Charles Péguy, la hermana menor de las virtudes cardinales: “la pequeña esperanza avanza entre sus dos hermanas mayores y no se la toma en cuenta. (..) Los ciegos no ven que, al contrario, ella en medio arrastra a sus hermanas mayores. Y que sin ella no serían nada. Sino dos mujeres ya de edad. Dos mujeres de cierta edad. Ajadas por la vida”. Ella, esa pequeña, arrastra todo. Porque la Fe no ve sino lo que es. Y ella ve lo que será. La Caridad no ama sino lo que es. Y ella ama lo que será. Alimentemos nuestra capacidad de esperanza.

Señalemos, sin embargo, que no es una virtud fácil: “La fe es fácil y no creer sería imposible. La caridad es fácil y no amar sería imposible. Pero esperar es lo difícil. Y lo fácil y la inclinación es a desesperar y esa es la gran tentación”.  «Es la más humilde de las tres virtudes teologales, porque permanece oculta«, explica el Papa Francisco: «La esperanza es una virtud arriesgada, una virtud, como dice San Pablo, de una ardiente expectativa hacia la revelación del Hijo de Dios. No es una ilusión«

Las comunidades cristianas CEMI, en el tiempo de Adviento de este tortuoso año, queremos invocar para todos a la esperanza como capacidad para gestionar lo pequeños que somos y el deseo tan grande de felicidad que tenemos. Queremos no confundir esperanza con ilusiones. Queremos aprender, como María, a esperar contra toda esperanza.

 

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