El sábado 27 de marzo, miembros de las Comunidades Laicas Marianistas (CEMI y Fraternidades) celebramos un “retiro digital” dirigido por Diego Tolsada, sm. El tema no podía ser más controvertido. Volver a presentarnos ante un Dios que –para nuestro desconcierto- permite el sufrimiento. Muchas de estas ideas están tomadas de Ximo García Roca y Javier Vitoria Cormenzana.

Así nos situamos frente al dolor (el daño que nos puede producir la vida) y el sufrimiento, como eco subjetivo que ese dolor nos causa. Hay quien afirma que las religiones surgieron como respuesta al dolor, afirmando la presencia de un Ser superior, que en el viejo dilema de Epicuro: o no es Dios o es malo. Sin embargo, Jesús subvirtió esta visión y esta forma de vivir el dolor: su poder se manifiesta en una muerte horrenda en cruz y en un gesto de rehabilitación que va más allá de todo lo imaginable y esperable: una resurrección plena y definitiva a la dicha y al bien. El Dios de Jesús no es apático ante el mal, sino vulnerable, y, para escándalo de los paganos, capaz de sufrir. Su opción no fue eliminar el dolor, cosa imposible, sino compartirlo y asumirlo con nosotros, haciéndose uno de tantos. Bonhoeffer dijo: “Solo un Dios que sufre puede ser de ayuda”. Así la omnipotencia se presenta como garante de la libertad humana, y desde una paradójica vulnerabilidad ante la respuesta, que puede ser positiva o negativa evitando la tentación del bien como obligación sin libertad.

A lo largo de la historia, el sufrimiento se nos ha presentado como un misterio incomprensible, cuando nos planteamos su porqué (como Job lo hizo) y ante lo que solo cabe guardar silencio; como un enigma resoluble, cuando nos preguntamos su para qué, y como un problema por solucionar y entonces surge el cómo. Hay un sufrimiento inevitable, consustancial a la realidad limitada y finita que somos, a nuestra radical menesterosidad. Pero hay también un sufrimiento inútil que hay que eliminar, causado por estilos de vida patógenos y prácticas sociales que atentan contra la vida, como el egoísmo o el apego al dinero. Y hay, por último, un sufrimiento que hay que querer integrar en la vida, causado por la lucha contra el sufrimiento y que se asume voluntariamente con y desde los sufrientes, con Jesús, el Crucificado. Hoy se habla no de adorar la cruz, sino de adorar al Crucificado y bajar de su cruz a nuestros hermanos (tantos) crucificados. En palabras de Etty Hillesum: “Y si Dios no me sigue ayudando, entonces tendré que ayudar yo a Dios”.

Es evidente que una cosa que llama la atención de la vida de Jesús es cómo reaccionó ante el sufrimiento de los demás. Fue eso lo que definió su vida y a ello la entregó. Él lo llamó el Reino. Nosotros podemos responder, sin embargo, de muchas maneras: la indiferencia, el no querer enterarse (como los tres monos chinos), el sentirse desbordado y paralizado ante la magnitud del problema, el sentirse caer en el desánimo o el escepticismo después de los fracasos en la lucha, o el vivir para uno mismo (egoísmo centrípeto). Querríamos, sin embargo, ser capaces de dar respuesta desde la justicia, o aún más allá, seguir a Jesús de Nazaret, que da  la respuesta desde la misericordia.

Así, querríamos abandonar esa actitud tan presente en nuestra sociedad de centramiento en uno mismo, de insensibilidad social, y de aporofobia, sugerente neologismo acuñado por Adela Cortina refiriéndose al odio al pobre, y que incluye el desprecio a todos los tipos de pobreza y la exclusión social de todos los pobres. Así pues, el amor cristiano debe, al menos, levarnos como condición sine qua non, al amor a la justicia, que aunque no sea suficiente, al menos marca los límites del campo de juego que todos tenemos que compartir, el de la vida social. Como ha dicho García Roca, “el amor es la puerta de entrada a la justicia”. Pondremos coto proporcionado a la violencia y a la venganza, y señalaremos como horizonte ideal la justicia distributiva, que asegura que cada uno recibirá lo que es suyo o lo que merece. Aun siendo mucho, se nos queda muy corto: ¿qué significa “merecer” y qué pasa con aquellos que por sufrir cualquier forma de exclusión no “merecen” nada?

Como cristianos, estamos invitados a pasar de la justicia distributiva al amor; y del amor a la misericordia, o compasión, entendidas como el reconocimiento del sufrimiento, que mueve a procurar aliviarlo. Un tomar conciencia que se trasforma en acción sanadora. La misericordia no tiene el límite estricto de la justicia, y es la síntesis del cristianismo, el acto último y supremo con el cual Dios viene al encuentro de cada persona llevando bondad, ternura y perdón. Por eso es el nombre mismo de Dios (“el misericordioso”). Es decir, la misericordia primera es la de Dios para con nosotros. Y por eso Jesús puede decirles a los suyos como síntesis de todo el sermón del monte. “Sed vosotros (también) misericordiosos, como (y porque) vuestro Padre es misericordioso”.

Las comunidades CEMI queremos vivir de acuerdo a esa invitación.

 

Tags: , , , , , , , ,